La enfermedad del Parkinson es un trastorno neurodegenerativo que afecta al sistema nervioso de manera crónica y progresiva. Se caracteriza por la pérdida (o degeneración) de neuronas en la sustancia nigra, una estructura situada en la parte media del cerebro. Esta pérdida provoca una reducción en los niveles del neurotransmisor dopamina, involucrada en el control de los movimientos; y desencadena una serie de síntomas muy característicos tanto motores (temblor en reposo, rigidez, bradicinesias o inestabilidad postural) como no motores (trastornos del sueño o el olfato).
Aunque la enfermedad del Parkinson actualmente no tiene cura, existen varias opciones de tratamiento: farmacológico, no farmacológico y quirúrgico.
La medicación se centra en reestablecer el contenido de dopamina en el cerebro con el objetivo de mejorar los síntomas y la calidad de vida de los pacientes.
Es un fármaco que se transforma en dopamina al metabolizarse en el organismo del paciente. Se suele administrar junto a otros medicamentos para que su eficacia sea mayor. La aparición de complicaciones motoras limita parcialmente su uso en personas jóvenes y/o con síntomas leves; por otro lado su efectividad se ve reducida con el paso de los años.
Son fármacos que permiten aumentar la disponibilidad de la dopamina en el cerebro al inhibir las enzimas que la degradan, como las denominadas MAO-B/COMT.
Estos fármacos actúan activando los receptores de la dopamina. Resultan eficaces para controlar los síntomas en estados iniciales. Pueden administrarse solos o en combinación con dosis bajas de levodopa, que permite reducir sus efectos secundarios.
Son fármacos que reducen o anulan los efectos producidos por el neurotransmisor acetilcolina reduciendo temblor y rigidez en los pacientes.
Es un fármaco que aumenta la liberación de dopamina y disminuye las discinesias. Se suele administrar en etapas tempranas para retrasar el inicio del tratamiento con levodopa.
El tratamiento quirúrgico está indicado cuando los síntomas motores no responden adecuadamente al tratamiento farmacológico. Se trata de la estimulación cerebral profunda (ECP) que se basa en implantar unos electrodos en un área concreta del cerebro para administrar estimulación eléctrica. Con ello se consigue modular las señales que causan los síntomas motores. Los electrodos están conectados a un neuroestimulador que se coloca en el tórax a través de una extensión que se conduce bajo la piel, desde la cabeza pasando por el cuello.
Las terapias rehabilitadoras son fundamentales en el manejo global de la enfermedad y han de ser adaptadas a las necesidades de cada persona. Los objetivos se centran en conseguir una mayor autonomía e independencia del paciente. Como tratamientos no farmacológicos destacamos la fisioterapia, logopedia o psicología.